La primera vez que fui consciente del acoso callejero, tenía once años. Venía de una concentración deportiva y el autobús me dejó en la parada antes de que llegasen mis padres. Al poco, un coche lleno de hombres jóvenes se paró frente a mí. Ni siquiera recuerdo lo que me gritaron, salí corriendo y estuve dando vueltas hasta ver a mis padres. ¿Qué podían querer cuatro chavales de unos veinte años de una niña de once? Lo mismo que los albañiles que me piropearon con catorce, yendo a comprar el pan. Probablemente nada. Probablemente, reírse de mí y de mi miedo. Probablemente.

Con los años, fui viviendo distintas situaciones parecidas. Muchas. En ocasiones, en las etapas de mi vida en las que más insegura me sentía, debo reconocer que incluso me agradaban. Me parecía bonito, me parecía inofensivo. El tío que me paró por la calle para ofrecerse a ser mi esclavo, porque le había parecido que sería una dominatrix estupenda. El que me pidió mi teléfono y le di uno falso. El que se ofreció a acompañarme a mi casa mientras caminaba sola por la calle en plena noche y que no se despegó hasta que le aseguré que mi marido me esperaba fumando en el balcón, en la siguiente esquina. No había marido ni balcón, pero gracias a Dios, me creyó.

El tío que te hacía pasar miedo. El que te hacía preguntarte si podría hacerte algo más. No, no era algo inofensivo ni halagador. No querían hacerte sentir bonita, admirada o deseada. El fin estaba claro: demostrarte de quién es la calle y quién puede permitirse estar a salvo en ella.

¿Dónde está la línea entre el piropo y el acoso? © Getty Images
¿Dónde está la línea entre el piropo y el acoso? © Getty Images

¿Galantería o acoso callejero?

No tuve ningún problema con los piropos hasta que empecé a rechazarlos, igual que no tuve ningún problema con los machistas hasta que empecé a decirles que lo eran. Las reacciones hostiles de los hombres que piropean cuando se les llama la atención (pasando de llamarte diosa a creída o incluso puta o zorra) nos dejan ver que no es una cuestión tan bienintencionada como dicen. ¿Por qué todo ese revuelo? Si la intención era la de halagar y las mujeres en masa nos dicen que no se sienten halagadas por ello, ¿no dejaría de tener sentido entonces? Al fin y al cabo, ¿a quién le ha funcionado alguna vez lo de gritarle un improperio a una desconocida por la calle? ¿Hay casos documentados de alguien que haya conseguido ligar así? ¿Alguna mujer que nos cuente cómo se enamoró profundamente en el instante en el que le escuchó decir “la de rojo, que te lo cojo”?

El fin de los piropos está claro: demostrarte de quién es la calle.

El caso es que el ‘piropo’, de galantería tiene más bien poco, es simplemente un ejercicio de poder en el que los hombres se toman la libertad de opinar sobre la apariencia de las mujeres y sexualizarlas, por eso, porque simplemente pueden. Porque el espacio público está dominado por ellos y ¡ay de la que se atreva a desafiar las normas establecidas! Reírse del miedo o de la incomodidad que despiertan no es más que una forma de compadrear entre sí y marcar el territorio. Por eso no lo hacen si te ven con otro hombre, no se van a mear en la parcela de otro macho. Principios hay que tener en esta vida, ¿verdad?

Que levante la mano la que se enamoró profundamente del hombre que le gritó: “La de rojo, que te lo cojo”. © Getty Images
Que levante la mano la que se enamoró profundamente del hombre que le gritó: “La de rojo, que te lo cojo”. © Getty Images

El acoso callejero: machismo e invasión

Llamemos a las cosas por su nombre: el acoso callejero es machismo. Bernat Escudero, vicepresidente de AHIGE, lo define como una invasión del espacio personal de la mujer en un espacio público: «El piropo es un micromachismo que está en la base de la pirámide de la violencia, esa en cuya cima se acaba matando. Es un machismo indirecto, escondido, buenista, suave, que parece que no daña… Es aquel que, bajo el mensaje del amor romántico, permite la invasión«.

Ya son muchas las iniciativas que se han tomado para protestar contra este tipo de violencia, como la del colectivo Hollaback, la iniciativa Stop Telling Women To Smile o la de la peruana Natalia Málaga, que invitaba a los acosadores callejeros a silbarle a su madre… Literalmente.

Llamemos a las cosas por su nombre: el acoso callejero es machismo. © Getty Images
Llamemos a las cosas por su nombre: el acoso callejero es machismo. © Getty Images

Pero, ¿cómo distinguirlo?

En ocasiones, amigos acuden a mí para consultarme sobre “cosas de mujeres” y en muchas de esas ocasiones, me han preguntado por este tema. La mayoría de hombres que vienen a mí, buscan un modo de piropear aceptable. Y yo siempre les digo que es sencillo, el piropo aceptable es el que les gustaría que les hicieran a ellos. Si a un hombre hetero le gritase un hombre gay mucho más grande que él una obscenidad, seguramente no le parecería halagador. Le darían ganas de salir corriendo.

Decirle a tu compañera de trabajo o a tu amiga que te gustan sus nuevas gafas o que su nuevo peinado le queda genial, obviamente no hace daño ni acosa a nadie. Decirle a una mujer si te resulta atractiva o no, en un contexto en el que ella te lo haya preguntado o estéis tratando el tema por lo que sea, tampoco. Decirle a tus amigas que son maravillosas y que las aprecias en tu vida es algo que todos sin excepción deberíamos hacer más, no algo a combatir. Entonces, ¿dónde está la línea? En el respeto y el sentido común. En no ponerte como un energúmeno a gritar a unas desconocidas por la calle que adónde van tan solas, siendo más de tres.

En no silbarles como si fuesen perros ni gritarles groserías ni comentar sus cuerpos con más detalle que un fuera de juego en un Madrid-Barça. En no hacer gestos descriptivos de su anatomía o imitar la forma de andar, en no mirarlas lascivamente ni hacerles gestos ni, mucho menos, impedirles el paso ni aprovechar las aglomeraciones para arrimarse y babosear.

Las mujeres no queremos tener que ser valientes volviendo a casa por las noches, no queremos que nadie nos tenga que defender.

A todos nos han educado de algún modo en la cultura de hacer lo que podamos solo porque se puede, pero es posible deconstruirse. Entender que a las personas no les gusta ser tratadas como ganado y que si nos atrae físicamente una desconocida, podemos buscarnos las vueltas para encontrar una manera civilizada de hablar con ella (y si no la encontramos, nos toca irnos por donde hemos venido con nuestras ganas). Como dice Antiseductor, posiblemente el mejor consejero sentimental de Twitter: «Ante la duda, no molestes».

Las mujeres no queremos tener que ser valientes volviendo a casa por las noches, queremos ser libres. Queremos volver solas, paseando, mirando el paisaje sin que nadie nos recuerde que según esta sociedad infecta, deberíamos estar fregando, criando o satisfaciendo a los hombres. Queremos que nadie nos tenga que defender porque nadie considere que es legítimo acosarnos. Que nadie pueda permitirse pensar que en su libertad de expresión va incluido que nosotras escuchemos una opinión que nadie ha pedido. En definitiva, queremos ser. Y por lo tanto, queremos estar. Recuerda, la calle también es tuya y cada vez somos más las que lo sabemos.