Desde que volví de la feria Original celebrada en la Ciudad de México no he dejado de pensar en dos palabras: identidad cultural.

Acudí al encuentro llena de curiosidad, pues se anunciaba una actividad bien interesante: la relación de artesanos con diseñadores de moda. Se anunciaba la fusión de dos actividades en las que me siento experta, la sostenibilidad y el diseño. Se abría a priori un mundo de posibilidades, ahí donde el cruce de cultura e industria se produce, se decía muy alto que la feria tenía el objetivo de que creadores y artesanos se conocieran mejor y que los visitantes, tanto oriundos como internacionales la descubriéramos mejor, especialmente los diseñadores de moda. Y además se trataba de incitar a la venta de sus creaciones.

Se buscaba neutralizar ese hecho histórico ocurrido generalmente, la apropiación cultural, o dicho de otra manera, la copia. Algo que no es quimera, sino una realidad palpable. En concreto, existen experiencias recientes, más bien desagradables, públicamente denunciadas. No voy a decir aquí los nombres, pueden buscarse en internet, pero en los últimos años más de uno y más de dos marcas y creadores de renombre han sido afeados por haber utilizado como suyos figuras, bordados, combinación de colores y formas provenientes de otras culturas, de otros lugares, con significados concretos para ellos y para sus comunidades, por encima de usos meramente comerciales. Y seguramente han sido los diseños mexicanos los más copiados, sin entender que detrás de un dibujo, una forma, un color hay una cultura, ancestros, a veces motivos religiosos.

Después de mi visita a la feria, he entendido mucho mejor el significado de la cultura mexicana. ¡Perdón! ¿He dicho cultura? Me confundí. Habría que decir culturas. Más de 90 se reunieron allí, de diferentes pueblos, de distintas identidades, con diferentes lenguas. El evento me ha hecho comprender mejor el significado de orgullo, el orgullo de pertenencia. He sabido apreciar en mayor medida  los trabajos artesanales y sobre todo la profundidad y la inmensidad de su significado.

Seguramente han sido los diseños mexicanos los más copiados, sin entender que detrás de un dibujo, una forma, un color hay una cultura, ancestros, a veces motivos religiosos.

Fue una belleza de feria, colorida enciclopedia de saberes y haceres, belleza de continente y de contenido. Un paraíso que tomó el espacio del Complejo Cultural Los Pinos, el lugar que sirvió de residencia a presidentes mexicanos y que el último, López Obrador, decidió abrir a la ciudadanía. Pasear por allí ya era en sí un privilegio estético monumental, como sus edificios. Hacerlo, además, mirando, entendiendo o comprando las diferentes manifestaciones culturales hechas ropa, accesorios y objetos fue un regalo. 

Entendí que existían otras gafas que yo no llevaba puestas. Y comprendí que había otra mirada, como mínimo interesante. Tuve la inmensa fortuna de moderar una mesa sobre sostenibilidad y preservación. En ella hablamos de iniciativas en favor del mantenimiento de trabajos ancestrales. Pero también de derechos, especialmente de las mujeres, muchas de ellas orgullosas de haber logrado interesar a sus hombres en el telar de cintura. Valoré las técnicas tintoreras naturales. Y casi comprendí que pudiera parecer mal que a los huipiles los profanos los llamemos túnicas, por ejemplo. 

Iba yo bien convencida de que había que cruzar su cultura, que ya digo que son muchas, con nuestra moda, sin apropiarse de ella -al fin y al cabo cruce de artesanos y diseñadores era uno de los objetivos de la feria- y me llevé un cierto revolcón. Porque me encontré con voces que decían que ellos, los artesanos, ya eran diseñadores; que ellas, las artesanas, ya eran diseñadoras; que se hablaba de la artesanía de ellas y de ellos pero que bien podría elevarse, denominándola arte popular; que quiénes éramos nosotros ideólogos occidentales de la moda y el diseño para dictaminar lo que era una cosa y la otra, juzgando al resto…

Y tuve la suerte de conocer la otra versión de los hechos, más alienada desde luego con mis aprioris, más cercana a ese cruce de culturas. No solo porque conociera a artesanos deseosos de encontrar ese punto de encuentro. Sino porque hallé a una diseñadora mexicana que había hecho el match. Fue una suerte encontrar y apreciar en el segundo número uno a Patricia Govea

Ella, en efecto, ha conseguido la fusión, la simbiosis entre el diseño, eso que se ha dado en llamar la moda de autor, con los trabajos artesanales indígenas. Pero ha saltado un paso más allá, descubriendo la manera de devolver a las mujeres que realizan su ropa y sus accesorios algo o mucho de lo que ellas ofrecen. Y lo ha hecho creando una sociedad de la que más de cien mujeres de la sierra forman parte, obteniendo así no solo beneficios sino el conocimiento económico necesario para ejecutar la auténtica transformación social. Así, puede asegurarse que ha cambiado la vida de muchas Wixárrikai, como se llaman estas grandes señoras de la costura indígena. Hablo de transformación, porque en realidad la salud, la educación de ellas así lo ha hecho, y con ellas, sus familias y sus comunidades. Emocionante.

Conociendo esta iniciativa y algunas parecidas. Sabiendo que existen otros mundos, pero, como decía el poeta Eduard, están en este. Emocionándome viendo a artesanas y artesanos subiendo sus creaciones a las pasarelas que a diario se celebraban en Original.

Es más, viéndoles subir a ellos para recibir el aplauso, como los grandes creadores, como los grandes que son. Así, con esos ingredientes, entendí que había una sola palabra para equilibrar los postulados, las realidades y los sueños de unos y de otros: Respeto. 

*Imagen: Instagram Original México