En celebración al mes del orgullo, Grazia México y Latinoamérica abrió un espacio a cuatro creativos de la comunidad LGBTQ+ para contar su historia. A través de un artículo de opinión, cada uno reflejó con su particular voz la lucha por amor y respeto que continúa vigente.

Por Guille Montiel

Quiero contar mi historia, no a la masa heteronormativa ni a la comunidad LGBTQIAK, sino para ti que te encuentras solo, con la esperanza de que puedas leer estas líneas y encuentres en ellas un poco de compañía 

Nací en Maracaibo, Venezuela en el año de 1989, en el seno de una familia bastante particular de 12 hermanos y mi padre de 90 años, pero no por ello lejos del costumbrismo tradicional de un país caracterizado por su fervor religioso y clasismo social (lo cual, para la época, me atrevo a decir, que muy pocos países latinoamericanos quedasen exentos), los cuales marcaron mi desarrollo como individuo dejando por fuera mi orientación sexual e identidad de género. Siempre me caracterizó una esencia particular, como una especie de aura o éter que me rodeaba como las vibraciones de una nota musical oculta.  

¿Qué podemos hacer las personas elegidas por esta particularidad? ¿Disfrutar de ella, aunque seamos privados de la compañía de nuestros congéneres? ¿No es una maldición terrible ser distinto? ¿O es un don divino, ser único?

La sociedad, en su afán de pertenecer a una comunidad (como-unidad), crea y recrea etiquetas de un protocolo al cual nunca pertenecí, ni en el propio acrónimo LGBTQ+ llegué a sentir esa colectividad de la cual todos hablaban —siempre fui demasiado raro.

 

Desde muy pequeño supe lo que significaba la palabra andrógeno y qué era vivir en ese limbo no binario. Aceptar eso no fue suficiente —con estos pensamientos se desarrolló mi niñez. Cuando llegué a la pubertad, me fue imposible seguir con la falsa ilusión de una vida que no me representaba y fue a los 15 años cuando pude aceptar mi secreta naturaleza. 

Lo que continuó fue un empinado camino de aceptación y rechazos, de aprendizajes y fracasos, pero sobre todo de un amor en particular. No de ese tipo del que se comparte con todos y te venden por doquier, sino ese extraño amor propio que uno oculta como un tesoro, tal vez por vergüenza o por miedo a que se te acabe.  

Con todas las herramientas que fui acumulado a lo largo de mi camino, construí mi crisálida. Escudo que protegía y fortalecía mi particularidad pero que al mismo tiempo me alejaba aún más de los demás. Poco a poco me dejó de importar complacer a otros o aceptar su rechazo. 

Durante todo este tiempo pensaba que cambiar el mundo era un acto por el que uno luchaba. Ya no sé, si siga siendo cierto. ¿Y si más bien cambiar el mundo se trate de estar aquí? De presentarnos tal cual somos, sin importar cuántas veces nos digan que no pertenecemos, siendo fieles incluso cuando nos avergüenzan por ser particulares, creyendo en nosotros mismos cuando nos dicen que somos demasiado diferentes.

¿Y si nos aferramos a eso? ¿Si nos rehusamos a ceder y alinearnos? 

Quizá el mundo pueda cambiar a nuestro alrededor, aunque seamos diferentes siempre seremos parte de él, y seremos la mejor parte porque somos la parte que siempre se presentó y se quedó. Somos la parte que no cedió y que lo cambió. 

Aceptarme no fue suficiente pero hoy te puedo decir que mientras más tiempo te mantengas alejado del mundo que compartes, mientras más tiempo estés solo en esa crisálida, estarás privando al resto del mundo de tú particular belleza y con ello de compartir tu felicidad. 

Y solo entonces tal vez, ya no serás único, pero tampoco estarás solo.

*FOTOGRAFÍAS: Cortesía de Guille/Intervención gráfica: Ricardo Leon Jatem