Por Katerina Sergatskova.

El 24 de febrero, al alba, el ejército ruso empezó a bombardear mi ciudad, Kiev. Eran las 4 a.m. cuando el sonido de misiles que caían del cielo interfirió con mi sueño: una primera explosión, una segunda, después otra y otra más. No se puede confundir este sonido con ninguna otra cosa. En ese momento, un amigo de Nueva York llamó a mi marido y de inmediato entendí por qué: la guerra había llegado a Kiev.

Durante varios meses, los ucranianos habíamos vivido en tensión: desde el otoño pasado las agencias de inteligencia occidental habían informado que Rusia se preparaba para atacar a Ucrania. Teníamos frente a nosotros varios escenarios posibles sobre cómo se desarrollaría la situación, y nadie sabía cuál sería el elegido por el presidente ruso Vladimir Putin. La mayor parte del mundo no creía que él lo haría. Pero Putin eligió el peor escenario: decidió atacar a toda Ucrania.

El problema comenzó en 2013 cuando el presidente de Ucrania de aquel entonces, Viktor Yanukovych, se rehusó a firmar un acuerdo para la integración europea de Ucrania, prefiriendo una alianza política con Rusia. En Kiev, miles de personas se dieron cita en la plaza principal de la ciudad para protestar por dicha decisión. Las autoridades emplearon una violencia brutal contra los manifestantes: más de 100 personas murieron y el presidente huyó a Rusia. Después de esto el ejército ruso entró al territorio de la península de Crimea, convocaron un referendo falso para unirse a Rusia y finalmente anexaron Crimea.

Mientras tanto, las protestas pro rusas comenzaron en la región oriental ucraniana de Donbás. Con el apoyo de políticos rusos, los separatistas locales proclamaron las “repúblicas del pueblo” y este fue el inicio de la ocupación y del conflicto militar. Dejé la que había sido una vida feliz y tranquila con mis padres en Crimea y me fui a informar desde la zona de guerra en Donbás por meses, antes de dar a luz a mi primer hijo y mudarme a Kiev con mi esposo, que también es periodista.

Ver esa violencia ahora en Kiev, ver tus calles y barrios destruidos por la guerra, hace que te sientas paralizado.

Después de que empezó la invasión, mi familia estuvo encerrada cinco días, sólo dejábamos la casa para comprar comida. Mi marido y yo nos pasamos los días trabajando desde casa, recolectando evidencia de la guerra y coordinando periodistas. Mientras tanto, la pelea rugía justo fuera de nuestra ventana. En el segundo día vi cómo el ejército ucraniano derribó un avión ruso. Fue aterrador. Para el quinto día decidimos dejar Kiev e irnos a Lviv, una ciudad en Ucrania occidental en la que todavía es seguro salir de casa aun cuando nuestros días siguen siendo interrumpidos por un coro de sirenas que señalan el peligro inminente de las bombas. Tengo dos hijos, pero sólo el mayor, de 6 años, entiende lo que está pasando. Le dijimos que esto era una guerra, que es algo enorme y que no sabemos cuándo podremos regresar a casa; lloró. No sabemos a dónde nos iremos después –estamos tomando las cosas hora por hora, como mucha gente más.

Días antes de que empezara la guerra, fui a comer con mi amiga Svetlana Musiy, de 34 años, quien trabaja como gerente en uno de los clubs nocturnos más populares de Kiev, el K41, en Podil. Tenían clientes que venían de todos los rincones de Europa y a Kiev se le puso el apodo de “la nueva Berlín”. (Este mote ha tomado un significado irónico: una vez el ejército ruso, parte de la Unión Soviética, fue a liberar a la capital alemana de los Nazis; hoy, Putin pretende que está liberando a Ucrania del “Nazismo”.) Durante la comida, Svetlana me dijo que había cancelado todos los conciertos del club por la amenaza de guerra y que el K41 estaba vacío y los empleados sentían pánico.

En cuanto escuchó los sonidos de las bombas, Svetlana –que vive en el centro de Kiev con su hermano adolescente y su hijo pequeño– empacó y se subió a su auto para irse. “Lo que Rusia le ha hecho a nuestro país es impensable; esto no debería estar sucediendo”, me dijo por teléfono desde un pequeño hotel en las montañas que está recibiendo personas desplazadas del Este y centro de Ucrania. Ella está entre los cientos de miles de personas que han abandonado las ciudades ucranianas: algunos se han ido al Oeste del país, otros más a Polonia, Eslovaquia y Rumanía –países vecinos que están aceptando y dando asistencia a los refugiados. Pero muchos no se pueden ir.

Liza German, de 33 años, es una curadora de arte y fundadora de la galería Naked Room de Kiev. Está a punto de dar a luz. Su marido, Yevgen Nikiforov, fotógrafo y creador de mosaicos, tuvo un accidente automovilístico en el que se rompió la pierna y ambos brazos, lo que le impide evacuar y hacerse cargo de ella y su futuro hijo. Sin embargo, Liza sigue tan optimista como siempre mientras hablamos por Messenger. “Salí de casa a caminar. Quiero ir a la oficina de correos a recoger unos paquetes”, me dice para después aclararme: la oficina de correos aún funciona, por supuesto. “En nuestra zona, la gente todavía camina con calma por las calles y tenemos un refugio antibombas en la casa”. Liza quería mover las obras de arte de su galería a un lugar más seguro pero le ha sido imposible por la constante amenaza de bombardeo. Ahora está pensando en establecer un fondo para ayudar a instituciones de arte independientes y a artistas. “Cuando acabe la guerra, el estado no va a tener dinero para la cultura”, me explica.

Pero nadie sabe cuándo terminará. Natalya Gumenyuk, reportera de televisión de 38 años, acaba de regresar de Shchastya (que en ucraniano significa felicidad) una ciudad independiente en el Este controlada por Ucrania, en donde muchas personas de dinero tenían sus casas de vacaciones. “Estuve en Shchastya en los últimos días de calma”, dice Natalya. “Durante el tiempo que la ciudad estuvo bajo control ucraniano, se construyó un centro de servicios moderno para los ciudadanos, un centro de vacunación, incluso aparecieron algunos cafés hipsters. La gente vivía en paz, pero ahora está claro que esa paz era una ilusión”. Shchastya fue uno de los primeros objetivos rusos y ahora la ciudad está destruida.

Mientras escribo esto hay una guerra de gran escala entre la Rusia de Putin y una Ucrania hermosa, europea, independiente y libre. La mayor parte de los países europeos han cerrado sus espacios aéreos a las aeronaves rusas y Occidente ha impuesto duras sanciones. El mundo está reaccionando ante uno de los peores crímenes contra la humanidad en este siglo, así que espero que tarde o temprano las personas puedan regresar a sus asuntos pacíficos: nos volveremos a encontrar en los cafés y viviremos una vida libre.

Katerina Sergatskova es directora en jefe del medio independiente Zaborona en Kiev.

 

Creditos:

Por Katerina Sergatskova.

Fotos: Pavlo Bishko.

Agradecemos a Grazia UK.