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En el rincón más virgen de Tailandia, donde la jungla se encuentra con el mar y el silencio se vuelve lujo, existe un lugar que redefine la experiencia del viaje: Soneva Kiri. Ubicado en la isla de Koh Kood, este resort aislado —accesible solo en avión privado y lancha— es mucho más que un destino: es un refugio de paz, sostenibilidad y belleza salvaje. Aquí no hay relojes ni zapatos: solo el ritmo de la naturaleza, villas escondidas entre los árboles, gastronomía bajo las estrellas y un servicio que parece leer el pensamiento. ¿El resultado? Una estancia transformadora, sensorial, difícil de describir con palabras. Pero vamos a intentarlo.
LA Llegada y EL check-in
El viaje a Soneva Kiri no comienza al llegar a la isla, sino mucho antes: en el propio aeropuerto internacional de Bangkok (Suvarnabhumi). Ahí, Soneva tiene un mostrador privado que marca el inicio de una experiencia fuera de lo común. A tu llegada, te esperan con una sonrisa, te pesan el equipaje y te acompañan hasta un lounge exclusivo mientras preparan tu embarque en el avión privado del resort. Sí, en un avión privado.
Con cómodos sillones de cuero y bebidas frías servidas a bordo, el vuelo ya es un preludio del lujo salvaje que está por venir. La tripulación, amable y cercana, acompaña un trayecto que sobrevuela selvas, pequeñas islas y aguas turquesa hasta aterrizar en una pista propia, exclusiva del hotel. Desde allí, un buggy te traslada hasta una pequeña lancha que finalmente te lleva al jetty principal, donde el verdadero Soneva Kiri se revela por primera vez.
Todo está orquestado con una precisión casi invisible. No hay colas, no hay recepción, no hay papeles: solo una bienvenida cálida, una breve ceremonia al tocar tierra… y una bolsa de tela con un mensaje claro: No News, No Shoes. Es el primer gesto simbólico de lo que será toda la estancia: te invitan a descalzarte nada más llegar y a no volver a ponerte los zapatos hasta el final. Porque en Soneva, lujo también significa reconectar con la tierra, caminar con los pies desnudos sobre madera, arena o hierba, y dejar fuera no solo los zapatos, sino también las prisas, los relojes y el mundo exterior.
Y ese “No News” no es solo una declaración poética. En tu villa, encontrarás una televisión, sí, pero no está conectada a ningún canal: solo tiene acceso a Apple TV y Netflix. Las noticias no entran. El mundo exterior no tiene cabida. Aquí se viene a desconectar de verdad.
Además, Soneva Kiri tiene su propia zona horaria, una hora por delante del resto de Tailandia, para alargar los días y acortar la distancia con uno mismo. Y así, entre naturaleza exuberante, silencio absoluto y una intimidad poco frecuente en el sudeste asiático, empieza una experiencia que no se parece a nada.
Mi villa privada
Nada más llegar al jetty, me espera Minnie, mi Barefoot Guardian, una figura que cuesta encasillar: no es una mayordoma, no es una guía… es más bien una mezcla entre asistente personal y nueva mejor amiga. Minnie estará pendiente de mí durante toda la estancia: me hace las reservas, me asesora para las experiencias, me envía recomendaciones por WhatsApp… y si decido desconectar del móvil, también tengo la opción de usar un smartphone que el hotel me proporcionó, desde el cual puedo contactar con ella en cualquier momento.
Tras nuestra bienvenida, Minnie me conduce a mi nuevo vehículo: un buggy eléctrico solo para mí. A diferencia de otros resorts donde tienes que llamar para que te vengan a buscar, aquí conduces tú misma. Y sí, lo haces descalza. Recorrer la isla a mi aire, en silencio, con los pies desnudos sobre el buggy, será una de las cosas más divertidas —y liberadoras— del viaje.
Y entonces llego a mi villa.
Me alojo en una Kiri Beach Pool Villa Suite, una de esas villas que parece sacada de una fantasía de explorador sofisticado. Es una estructura enorme, casi como una tienda de campaña de lujo, construida en materiales naturales y abierta a la selva. Lo primero que me impresiona es su tamaño: los espacios no están pensados solo para impresionar, sino para hacerte sentir que realmente vives ahí.
El baño, por ejemplo, está al aire libre y es casi más grande que la habitación. Ducharse bajo el cielo, rodeada de vegetación y con el canto de los pájaros de fondo, es una experiencia que difícilmente se olvida. Pero lo mejor es que, pese a ese espíritu roots, no se escatima en confort: ciertas zonas tienen aire acondicionado. Todo está cuidado hasta el mínimo detalle.
La villa tiene una piscina privada con vistas, pero lo más mágico es que basta con bajar unas escaleras para llegar directamente a la playa. Y no cualquier playa: una lengua de arena y mar turquesa donde, la mayoría de las veces, no hay nadie. Solo yo. Esa combinación de aislamiento, belleza salvaje y absoluto confort es difícil de explicar. Hay que vivirlo.
Naturaleza intacta y lujo sostenible
En un país donde incluso las islas más remotas se están viendo afectadas por el turismo de masas, Soneva Kiri parece existir en otro planeta. Las aguas que lo rodean son cristalinas, los cielos, limpios; el aire, puro. Y lo más sorprendente: no hay rastro de contaminación visual, auditiva ni humana. De repente, estás en un lugar donde no existen los motores, ni los plásticos, ni las prisas. Y recuerdas lo que significa realmente el silencio.
El resort cuenta con dos playas principales. La primera, la tengo literalmente a los pies de mi villa: bajo unas escaleras y allí está, esperando solo para mí. La segunda es accesible en lancha desde el jetty —te llevan siempre que quieras—, y alberga uno de los restaurantes del resort, donde comeré dos veces durante mi estancia. Es una playa amplia, de arena blanca, rodeada de selva virgen. A veces llegan visitantes de fuera por la tarde, pero ni los ves: se quedan en otra zona, y la sensación sigue siendo de paraíso privado.
Entre una playa y otra, Soneva se despliega como un laberinto selvático lleno de senderos de tierra, vegetación salvaje y construcciones en madera integradas en el paisaje. Todo se recorre descalzo, lo que te conecta aún más con el entorno. La zona central del resort, donde están el restaurante del desayuno, la tienda, la librería y otros espacios comunes, está construida enteramente en materiales naturales. Nada desentona. Todo respira.
Un gran compromiso con la sosteniblidad
Pero la sostenibilidad en Soneva no es solo estética. Está en cada decisión. La energía se genera mediante paneles solares. No hay botellas de plástico: el resort produce su propia agua potable y la sirve en botellas reutilizables. Los residuos se gestionan bajo un modelo de economía circular llamado Waste to Wealth, que convierte la basura en recursos útiles, desde compost para los huertos hasta materiales de construcción reciclados. La cocina apuesta por productos orgánicos, locales y de temporada, muchos de ellos cultivados en el propio jardín del hotel.
Además, cada estancia contribuye directamente a proyectos medioambientales y sociales que Soneva financia en comunidades locales: desde la reforestación hasta el acceso al agua potable en aldeas tailandesas o la formación de mujeres en sostenibilidad.
Aquí, el lujo no contamina: se mimetiza. Y esa coherencia absoluta —tan difícil de encontrar, incluso en hoteles que se autodenominan «eco»— es uno de los motivos por los que este lugar impacta tanto. Porque no solo es precioso. Es ético.
Gastronomía: cuando cada comida se convierte en un ritual
En Soneva Kiri no hay restaurantes, hay escenarios. Cada uno cuenta una historia, te conecta con el entorno y apela a los sentidos con una sensibilidad difícil de encontrar. Porque aquí comer no es simplemente alimentarse: es una forma más de viajar, de aprender, de emocionarse. Desde un desayuno con vistas infinitas hasta una cena suspendida en los árboles, cada propuesta tiene algo de mágico y algo de muy consciente: ingredientes locales, cero desperdicio, diseño sostenible, atención impecable.
Y como todo viaje sensorial merece su tiempo, empecemos por el principio de cada día: el desayuno.
Un desayuno para quedarse a vivir
El desayuno en The Dining Room es una experiencia en sí misma. Tanto, que terminaré haciendo un reel (puedes verlo aquí) solo para capturar su magia. Porque más allá de la comida, lo que se respira allí por la mañana es pura armonía. Si vas temprano, la luz dorada entra entre las columnas de madera, el mar al fondo parece infinito y todo invita a la calma. Llegas descalza, te sientas y sientes que el día empieza como debería empezar siempre: con belleza, sin prisa y con los sentidos despiertos.
Un buffet, en versión sostenible
El formato es semi-buffet, aunque todo está cuidado con la misma precisión que un menú degustación. Por un lado, tienes un mostrador de frutas y verduras como nunca habías visto: en lugar de estar todo ya cortado, las frutas frescas —y muchos cocos— están enteras, dispuestas alrededor de una mujer que las corta al momento según lo que le pidas. Del otro lado, un auténtico huerto en miniatura con brotes, hortalizas y verdes que puedes seleccionar para que te preparen al instante. Es un gesto simple, pero profundamente coherente con el enfoque sostenible del hotel.
También hay panes caseros, algunas opciones de repostería (renovadas constantemente para evitar el desperdicio), y una pequeña selección de platos calientes ya preparados. Pero la joya es la carta: extensa, creativa, saludable. Desde bowls tropicales hasta platos tailandeses, todo con productos de altísima calidad. También hay una cocina en vivo para huevos, sopas y especialidades locales.
Y luego está The Cheese Room: una sala refrigerada circular, de madera y cristal, que parece sacada de otro universo. Allí se guardan los yogures, los cereales, una selección generosa de quesos (incluidos veganos) y algunos embutidos. Es un lugar silencioso y fresquito, perfecto para explorar con calma, como si entraras a un templo del sabor.
Pero lo mejor, más allá de todo eso, es el ambiente. El equipo que atiende lo hace con un amor genuino, con una dulzura que emociona. Esa mezcla de belleza natural, cuidado humano y excelencia gastronómica hace que el desayuno en Soneva no sea solo el primer momento del día: es el más esperado. Yo, al menos, me quedaré ahí hasta dos horas cada mañana. No por hambre. Por placer.
So Sandy Beach: almorzar en un paraíso escondido
Si el desayuno en Soneva Kiri es una experiencia, el almuerzo en So Sandy Beach es una escapada dentro del propio paraíso. Esta playa de arena blanca, absolutamente virgen, solo es accesible en lancha —y esa es parte de su encanto. Basta con acercarte al jetty y pedirlo: una lancha motora te lleva en pocos minutos hasta este rincón que parece sacado de un sueño tropical. Y, aunque sigues dentro del resort, la sensación es la de estar en otro lugar, más salvaje, más remoto, más secreto.
Allí, entre palmeras y mar turquesa, te espera So Sandy Beach, un restaurante de espíritu relajado con mesas directamente sobre la arena. Todo es sencillo, pero cuidado: el diseño respeta el entorno y se funde con él. El sonido de las olas, la brisa, el crujido de la arena bajo los pies… todo forma parte del menú.
La carta apuesta por productos frescos cocinados al grill y platos tailandeses que celebran la riqueza del entorno. El pescado del día, recién capturado, llega en su punto perfecto. Las verduras saben a huerto. Y cada plato, sin grandes artificios, es una celebración de lo simple bien hecho. Aquí no hay pretensión, hay placer.
The View: sabores Nikkei sobre un acantilado
Cenar en The View es uno de esos momentos que no se te olvidan. No solo por la comida —que es exquisita—, sino por el lugar en sí: una terraza abierta, suspendida sobre un acantilado, con vistas infinitas al Golfo de Tailandia. El restaurante está diseñado para integrarse con el entorno: estructuras de madera, iluminación tenue, todo abierto al aire y al mar. La sensación es la de estar flotando entre cielo y océano, con la selva a tus espaldas.
La propuesta culinaria es de inspiración Nikkei, una fusión entre cocina japonesa y peruana que, en manos del chef Christophe Fernandes, se convierte en un desfile de sabores precisos, delicados y sorprendentes. Desde un tartar de toro hasta carpaccios Nikkei o nigiris reinventados, todo está pensado para seducir los sentidos sin abrumarlos.
Yo cenaré allí una noche, atrapada por la paz del ambiente, el sonido suave de las copas, el ritmo tranquilo del servicio. Es esa clase de cena que no solo disfrutas en el momento, sino que más tarde revives con la misma nitidez con la que uno recuerda un paisaje o una conversación especial. Porque en Soneva, hasta una cena es una experiencia sensorial completa: hay belleza en el plato, en la arquitectura, en la atención y en el lugar.
Kruua Mae Tuk: la casa tailandesa junto al río
La experiencia en Kruua Mae Tuk comienza mucho antes de que llegue el primer plato. Este restaurante está situado a las afueras del resort, y solo se accede a él en barca. Esa travesía corta pero mágica, entre vegetación espesa y el sonido del agua, ya te prepara para lo que viene: una cena íntima, casera y profundamente auténtica.
El restaurante en sí parece una tasca tradicional tailandesa: una casita de madera, pequeña, acogedora, con una terracita sobre el río y una luz suave que lo envuelve todo. Hay algo muy especial en comer ahí. Se siente como si te hubieran invitado a cenar a la casa de alguien que cocina con cariño, con historia, con raíces.
Aquí no hay carta. Cada día el menú cambia según lo que haya llegado fresco del mercado local, y eso lo hace aún más especial. Todo está cocinado con mimo, con sabores tailandeses genuinos pero ejecutados con una delicadeza increíble. Desde los entrantes hasta los currys, todo llega en pequeñas porciones pensadas para compartir, y con cada plato tienes la sensación de descubrir algo nuevo.
La atmósfera es tranquila, íntima. Es el tipo de lugar en el que se baja la voz, donde te detienes a saborear cada bocado y a observar cómo la selva y el agua se funden alrededor de ti. Una cena en Kruua Mae Tuk no se parece a ninguna otra. Es simple, sí, pero profundamente memorable.
Experiencias que se quedan contigo
En Soneva Kiri, lo extraordinario no se agenda: simplemente ocurre. A veces es una cena en las alturas, otras, un masaje al atardecer o una película bajo las estrellas. Pero siempre hay algo que te recuerda que estás en un lugar diseñado no solo para el descanso, sino para el asombro.
Una de las experiencias más sorprendentes fue Treepod Dining, esa famosa cápsula suspendida entre los árboles donde comes literalmente en las copas de la selva. Te suben con un sistema mecánico, te sientas en una especie de nido de bambú con mesa incluida y, desde ahí, ves la jungla y el mar desde otro ángulo. El camarero llega… en tirolina. Y sí, da un poco de vértigo, pero también es de esas cosas que se cuentan toda la vida.
El spa es otro universo aparte. Situado en medio de la vegetación, los pabellones abiertos están diseñados para que el cuerpo y la mente se relajen incluso antes de empezar el tratamiento. Yo me daré un masaje maravilloso: manos expertas, aceites aromáticos y el sonido de los pájaros como única música de fondo. Es un lujo muy sensorial, muy conectado a lo esencial.
Por la noche, si te apetece algo distinto, puedes ir al Cinema Paradiso, una pantalla flotante sobre un lago, rodeada de vegetación. Te tumbas en un sofá o en una tumbona, te traen una bebida o unas palomitas, y ves una película bajo las estrellas. Porque sí, aquí hasta el cine tiene su propia magia.
Y si eres más de mirar el cielo que la pantalla, puedes acercarte al observatorio. Soneva Kiri cuenta con un telescopio astronómico y sesiones guiadas para observar planetas, estrellas y constelaciones. No necesitas saber de astronomía: basta con mirar y dejarte maravillar.
Porque en Soneva todo está pensado para invitarte a sentir algo. A reconectar. A recordar que el verdadero lujo no está en lo que se posee, sino en lo que se vive.
Volver al origen
Soneva Kiri no es un hotel: es una pausa. Una especie de portal en medio del ruido, donde los pies descalzos vuelven a tocar la tierra, los días se alargan y las cosas importantes —el silencio, el cielo, el mar, el cuerpo, el cuidado— recuperan su lugar.
He estado en muchos hoteles de máximo lujo. En Tailandia y en todo el mundo. Pero hay algo en Soneva Kiri que no se parece a nada. Quizás sea la honestidad del proyecto, su coherencia radical entre forma y fondo, su forma de redefinir lo que entendemos por lujo. Aquí no se viene a ver ni a ser visto. Se viene a desaparecer un poco. A mirar el cielo. Dormir con las ventanas abiertas. Sentir.
Y cuando te vas, te llevas más que un recuerdo bonito. Te llevas una sensación —la de haber vuelto, aunque sea por unos días, al lugar del que todos venimos: la naturaleza, el presente, el silencio.